Comentario
Se podría decir que, en el fondo del conflicto, latía la crisis o las dificultades que ahondaban las diferencias en el seno de la sociedad catalana. Ello justifica que, aunque la guerra civil no fuera puramente una lucha de clases, las clases y grupos sociales, tal como habían sido construidos por el desarrollo de la producción y los privilegios o las servidumbres, lucharan en ella por su supervivencia o liberación.
Antes del conflicto o, mejor dicho, antes de la absurda detención de Carlos de Viana, que por unos meses unió a todos los catalanes contra el rey, las posiciones y oposiciones aparecían con nitidez: a un lado estaba la oligarquía constitucionalista, integrada por los barones y caballeros feudales, los grandes eclesiásticos y el patriciado pactista (éste representado por la Biga), que querían deshacerse de la dinastía real, considerada enemiga de las instituciones catalanas y de su praxis pactista, y en el lado opuesto, junto a la monarquía y los barones de la corte, los mercaderes de la Busca, los artesanos y los campesinos, más o menos partidarios del autoritarismo monárquico, un principio, por cierto, que no era patrimonio exclusivo de los Trastámaras, sino que lo habían defendido monarcas de la dinastía originaria tan importantes como Pedro el Grande y Pedro el Ceremonioso, y que, en estos momentos, inspiraba a la mayor parte de las monarquías europeas.
No obstante, cuando estalló el conflicto, factores de índole muy diversa (antagonismos familiares, enfrentamientos locales, circunstancias geográficas, fidelidad al principio monárquico) motivaron alteraciones importantes del esquema expuesto, como, por ejemplo, la lucha al lado de Juan II y de los remensas de algunos nobles y eclesiásticos que antes se habían significado por su oposición al autoritarismo real y al sindicalismo campesino (S. Sobrequés). Estas alteraciones explican, a su vez, que la victoria final de Juan II no pueda identificarse con la victoria del sindicalismo artesano y campesino y del autoritarismo real sobre el pactismo y la reacción feudal y patricia. Muy al contrario, en plena guerra, la necesidad de ganar adeptos obligó a Juan II a adoptar oficialmente la doctrina pactista y a comprometerse en la salvaguarda de las constituciones, salvo la humillante Capitulación de Vilafranca.
Durante el primer período de la guerra (1462-63), las fuerzas realistas consiguieron una importante victoria en Rubinat, asediaron Barcelona con la ayuda de los franceses y tomaron Balaguer, Tárrega, Tarragona y Perpiñán, mientras un Parlamento reunido en Barcelona ofrecía la corona a Enrique IV de Castilla (1462), que la aceptó como un medio de debilitar al partido aragonesista de su propio reino. Pero Juan II, que era diestro en la maniobra, alentó la guerra civil en Castilla y, con la ayuda del monarca francés, consiguió que Enrique IV se retirara del pleito catalán (1463).
Durante la segunda fase del conflicto (1463-66), las instituciones catalanas ofrecieron la corona al condestable Pedro de Portugal (1463-66), que no consiguió los éxitos militares que de él se esperaban, y no obtuvo tampoco el necesario apoyo internacional. En cambio, las circunstancias internacionales adquirían un sesgo favorable a Juan II: Enrique IV de Castilla se encontraba en pleno enfrentamiento con su nobleza (farsa de Avila, 1465) y Luis XI, que de aliado se había convertido en rival, veía cómo una formidable coalición nobiliaria se levantaba frente a él. Sin peligro a sus espaldas, el rey de Aragón pudo ocupar Lérida (1464), Vilafranca del Penedés (1464), Cervera (1465) y Tortosa (1466), mientras sus huestes obtenían una victoria muy importante en Calaf (1465). Las deserciones en el bando antirrealista empezaban a ser importantes, estimuladas, además, por la actitud del rey, que había jurado respetar las constituciones y dictar un perdón general. En estas circunstancias, la inesperada muerte de Pedro de Portugal (1466) podría haber puesto punto final a la lucha si no fuera porque la minoría radical antirrealista, liberada de los moderados que habían hecho deserción, rechazó la paz propuesta por Juan II y ofreció la corona a Renato I de Provenza (1466), el antiguo enemigo de Alfonso el Magnánimo.
Al comienzo de la tercera y última fase del conflicto (1466-72), la llegada a Cataluña de Juan de Lorena, hijo y lugarteniente de Renato I, con tropas francesas y napolitanas, reequilibró las fuerzas. Los antijuanistas obtuvieron una victoria en Viladamat (1467) y la capitulación de Gerona (1469), pero no desanimaron a Juan II que, a sus setenta años, era capaz de batirse en todos los frentes, y ahora contaba además con la eficaz ayuda de su hijo Fernando, más tarde llamado el Católico. En política exterior consiguió el matrimonio de su hijo con Isabel, hermanastra de Enrique IV de Castilla (Valladolid, 1469), y una alianza con Inglaterra y Borgoña que aislaba a Francia. En política interior obtuvo la ayuda financiera de aragoneses y valencianos (Cortes de Monzón, 1470).
Muerto Juan de Lorena (1470), su hijo Juan de Calabria dirigió las fuerzas de la Generalidad en los años finales del conflicto, cuando las promesas efectuadas por Juan II de respetar las constituciones y el cansancio hacían mella en sus filas. Las huestes reales recuperaron entonces Gerona y numerosas villas del Ampurdán, El Vallés y El Maresme (1471), y pusieron sitio a Barcelona, que se entregó en 1472 (Capitulación de Pedralbes).
Era el fin de una guerra tan desastrosa que el vencedor no pudo (y quizá tampoco quiso) ser vengativo: se puso en libertad a los prisioneros, se sobreseyeron las causas judiciales pendientes, se anularon las sentencias relacionadas con la guerra, se restituyeron los bienes confiscados, se fusionó la Generalidad antijuanista con la juanista, el monarca juró de nuevo las constituciones, etc. Es como si se hubiera querido olvidar el pasado para afrontar su nefasta herencia con fuerzas renovadas.
Entre los grandes problemas del momento había situaciones nuevas como la pérdida del Rosellón y la Cerdaña; y viejas heridas sin cicatrizar como las reivindicaciones de los remensas, que habían luchado al lado del rey pensando obtener su ayuda para la abolición de las servidumbres; la composición del gobierno municipal de Barcelona por la que seguían disputando las clases medias y el patriciado; numerosos interrogantes de orden constitucional que se habían planteado las Cortes desde el siglo XIV (relativos a la independencia de la administración de justicia, el control de los oficiales reales, la responsabilidad del gobierno real) y, en suma, el dilema pactismo-autoritarismo. Juan II intentó resolver algunas cuestiones, como la recuperación por las armas del Rosellón y la Cerdaña (1473-75), donde fracasó, pero en general se manifestó irresoluto. No afrontó la solución del conflicto remensa, la reforma del gobierno municipal de Barcelona y los problemas constitucionales pendientes, a los que tendría que dar respuesta su hijo Fernando el Católico. J. Vicens atribuye la inacción del viejo Juan II a la edad ("Vivió demasiado tiempo. Nadie puede ultrapasar los límites donde cada generación encuentra la frontera de su eficacia histórica"). Pero quizá la cuestión no es tan simple. Habría que ver hasta qué punto el hundimiento en la crisis a que la guerra había llevado a Cataluña (quiebra de la banca municipal de Barcelona, quiebra de las finanzas públicas, quiebra del gran comercio catalán, devaluaciones monetarias, emigración de hombres y capitales) pudo coadyuvar a la inacción de la política real. En todo caso, para Cataluña, en vísperas de su inserción, a través de la Corona de Aragón, en la monarquía hispánica de los Austrias, era un mal comienzo.